Quico fue a la universidad en la España tardofranquista —finales de los sesenta, principios de los setenta—, más concretamente al bar de la facultad, que es donde pasó la mayor parte de su tiempo. Un tiempo de grandes esperanzas: militó en un partido de extrema izquierda de larguísimo nombre que se escindió en infinitos grupúsculos, todos ellos en posesión de la verdad absoluta revolucionaria y enfrentados entre sí a muerte. En aquel entonces Quico era todo pelo: abundante cabellera, larga barba. Peinarse, poco; eso era de decadentes burgueses (aún no se empleaba la palabra facha). Vestía trenca Montgomery, pantalones de pana y botas de piel vuelta. Todo el curso la misma trenca, el mismo pantalón y las mismas botas. Alguien que circulara por la facultad vestido con traje y corbata, y peinado, solo podía ser poli de la Social. Dedicó su juventud a eternas discusiones teóricas sobre cómo caería el capitalismo —algo que se veía inminente—, asistiendo a cinefórums donde había que aparentar que el tostón de película era interesante y la habías entendido, o a conciertos de canción protesta, mechero en alto, bebiendo y fumando como si no hubiera un mañana e intentando follar, lo que no era fácil entonces —una cosa era que las chicas «liberadas» se quitaran el sostén y otra que pasaran a mayores—.
Pero, después de eso, pasó una cosa terrible: se acabó la universidad y Quico se puso a trabajar y, bueno, no le fue mal: prosperó, se casó con su novia de siempre (por lo civil, claro, era progre), tuvo hijos, nuevas responsabilidades y nuevas preocupaciones, y sus compañeros de utopías se hicieron políticos, arquitectos, diseñadores, economistas, y todos empezaron a ganarse bien la vida y tuvieron que «adaptarse», «evolucionar» o, dicho en modo brutal, aburguesarse.
En resumen, asumieron que ellos no iban a cambiar el mundo, porque el mundo ya los había cambiado a ellos.
JL Martín, que había conocido a aquella fauna en la Universidad de Barcelona estudiando Filosofía y Letras, entre 1970 y 1975, creyó que este personaje se merecía una tira diaria. Se lo propuso a Antonio Franco, director de El Periódico de Catalunya, en el restaurante El Canari de la Garriga, de la calle Llúria, en septiembre de 1980, y Antonio le dio inmediatamente luz verde.
Quico, el progre empezó a publicarse en El Periódico de Catalunya en octubre de 1980, hace ahora 40 años, y se publicaron más de 3.000 tiras hasta finales de los ochenta, cuando el autor creyó que los «progres» de traje de pana y camisa de cuadros, simplemente, ya no existían. Del personaje editaron libros Editorial Planeta, Ediciones El Jueves y Ediciones B.
¿Por qué Quico tuvo buena aceptación entre el público? Porque el autor consiguió que el lector se sintiera identificado con el personaje: sus anhelos, sus desgracias, sus renuncias y sus contradicciones eran los de toda una generación.
Quico tuvo su propia serie de televisión producida por TV3, con producción ejecutiva y guiones del autor, y tuvo un éxito notable, avalado por un premio Ondas. Y tuvo también un epílogo, Quico, el jubilata, que se publicó en La Vanguardia y en las redes sociales durante tres años a partir de 2017.
Octubre de 2020
Intelectuales
La década de los ochenta fue una ruina para las utopías progres. De todo aquello de lo que tanto discutió Quico en reuniones y asambleas clandestinas poco quedó. Y el prestigio de los intelectuales que lo deslumbraron en su día se fue apagando rápidamente hasta desaparecer. De hecho, salvo contadas excepciones, los intelectuales se convirtieron en figuras irrelevantes, parlanchines dependientes de los pesebres que les montaba el poder político: aquella cátedra de universidad, la dirección de un museo, la asesoría de la fundación del partido. Y si se creía necesario, se hacían muy de derechas. Pura supervivencia.
Ideología
Cuando Quico abandona la universidad y entra en el mundo laboral, sufre el choque con la realidad. ¡Qué raro y exigente era el mundo real! Y qué diferente. Pasar de la teoría a la práctica fue letal para su concepción del mundo, y pronto se vio en la tesitura de «asumir las propias contradicciones», o sea, cambiar, aceptar lo que hasta entonces era inaceptable. Eso sí, pronto vio que él no era el único: lo acompañaba toda su generación (a excepción de los que se quedaron en la universidad como enseñantes, que siguieron siendo teóricos). Quien no se consuela es porque no quiere.
Fenómenos de los ochenta
¡Y es que el mundo que lo esperaba en los ochenta era tan diferente a lo que había imaginado! Él, que pensaba que sabría cómo manejar su vida, se sintió para siempre desorientado. No estaba preparado para abordar temas de los que ni siquiera había tenido noticia: la estética personal, la moda, el diseño, la tecnología… ¡Marx, Engels y el Che no teorizaron nunca sobre esas cosas!
Gastronomía
Y, ya totalmente desorientado, Quico abrazó extrañas religiones. Como la gastronomía. Si exmiembros del comité central del Partido Comunista escribían libros de recetas y recomendaban carísimos restaurantes, había que hacerse cocinillas. Paul Bocuse, el chef que te explicaba cómo hacer una tortilla a la francesa en tres páginas, sustituyó al Che Guevara. Comer bien (y caro) ya no fue «una costumbre pequeñoburguesa fruto de las plusvalías obtenidas en la explotación de la clase trabajadora», sino «una vuelta a las raíces del saber popular». O alguna bobada semejante.
Sexo
Y, claro, Quico se casó, se aburguesó, engordó, siguió fumando y bebiendo, fue cumpliendo años, cayó en la rutina… y el sexo pasó, ejem, a un segundo plano. Tanto luchar por «la liberación sexual» y comprar el Kamasutra y viajar a Perpigñán a ver pelis guarras y buscar puntos G y soñar con tríos imposibles... para que luego te venza el sueño.
Deporte
Quico nunca hizo deporte de joven. Ni se llevaba entonces —ni siquiera se había inventado el footing— ni tampoco le quedaba tiempo, pues lo tenía que emplear en ver pelis de arte y ensayo, teorizar sobre las causas objetivas de la caída del capitalismo y asistir a conciertos de cantautores. Y, de repente, a mediados de los ochenta, cuando Quico pasaba de los cuarenta, el deporte se convirtió en obligación social. Demasiado tarde para él.
Salud
Y Quico descubrió que, en los ochenta, la religión que había venido para quedarse, y de la que todos íbamos a ser fieles y obligados practicantes, era la de la salud. Había que «cuidarse»: abandonar malos hábitos, comer y beber menos, hacer ejercicio, hacerse analíticas, tomar vitaminas y alimentos sanos. En fin, iniciar una guerra contra sus viejos hábitos (y lo que le pedía el cuerpo) que solo le reportaría (más) batallas perdidas.
Mujeres
Pero, si en alguna faceta de la vida Quico se sintió totalmente fuera de lugar en los ochenta, fue en su relación con las mujeres. ¿Qué estaba pasando? ¿Dónde fueron a parar aquellas jovencitas a las que te podías ligar con un poco de labia revolucionaria y tres acordes de guitarra? Ahora las mujeres se habían convertido en seres exigentes e independientes. En iguales. Que sí, que por supuesto que Quico estaba por la igualdad, pero ¿tanta? Y así él, que pertenecía a la generación que abordaba el género femenino con el «¿Estudias o trabajas?», era ahora un ser simple, primitivo y reaccionario. Y antiguo.
Hijos
Y hablando de mundos complicados, los hijos. En los ochenta, la generación del «prohibido prohibir» tuvo que ponerse a dictar normas, castigar comportamientos inadecuados, exigir resultados académicos… o sea, lo que vendría a ser ejercer la autoridad. ¡La autoridad! ¿Se puede ser más pequeñoburgués? Una pesadilla. ¡Y eso que en las tiras solo conocimos a los hijos de Quico cuando eran pequeños, habría que haberlo visto con hijos adolescentes!
Impuestos
Y para acabar de rematar a nuestro personaje, los impuestos. Porque si en algo hay una diferencia abismal entre la teoría y la práctica es en los puñeteros impuestos. Es pasar de hablar de «la plusvalía obtenida mediante la explotación de los trabajadores» a rellenar los impresos de Hacienda. Es ponerse a cotizar en la Agencia Tributaria y empezar a pensar que los impuestos son justos y necesarios… si los pagan los demás.